La consecuencia más nefasta de la ausencia de un modo de sentir uniforme es la estrechez y la limitación del elemento de improvisación al “hacer música” (“Musizieren”*) en general. Cuanto menor es la aportación espontánea de cada músico a la unidad, tanto más se ve obligado el director a prescindir completamente de los matices agógicos, dinámicos etc., que desea, o a obtenerlos por un camino puramente mecánico, es decir mediante numerosos ensayos y un adiestramianto interminable. Pero precisamente lo más importante y lo mejor: aquella imperceptible variabilidad del tempo y de los colores, no se logra en absoluto por via mecánica y con ensayos. Finalmente, el director se encuentra a menudo, en este sentido, ante el dilema de tener que exagerar sus intenciones o renunciar completamente a ellas. O ir a compás sin ninguna articulación natural, o conseguir matices “trabajados” – un estado de cosas que corresponde en gran me-dida a la realidad actual.
En la misma medida en que la posibilidad de ensayar hasta el infinito (a menudo presentada como una gran ventaja) disminuye necesariamente la sensibilidad y la calidad de la técnica del director, la sensibilidad psíquica de la orquesta se acostumbra a un trabajo artesanal carente de genio. Por falta de ejercicio, incluso se van perdiendo de este modo ciertas cualidades que podrían considerarse “técnicas”, como, por ejemplo, la lectura a vista. La gran corrección técnica y el control que se obtienen, no compensan la carencia de inspiración, y tienen, en cambio, las más fatales consecuencias sobre la interpretación de la obra (“Gesamtmusizieren”*). El control técnico exagerado, o sea la perfección (conseguida por medios técnicos uniformes) de todos los detalles, les da un aspecto enteramente distinto del que intentaban sus creadores (que siempre pensaban globalmente) e impide su cohesión espiritual en un todo. El orden productivo natural, en el cual los detalles son percibidos y entendidos a través del todo, queda trastocado. Se pierde el elemento de improvisación, no solo en su esencia sino hasta en su sentido; este elemento de improvisación que no es un mero accidente, una característica que se puede tener o no, sino (ni más ni menos) la fuente primigenia de toda ejecución (“Musizieren”*) grande, creativa, insoslayable.
La importancia de lo técnico en el arte (minimizada en épocas anteriores, más dadas a lo irracional) se sobreestima actualmente. Tendría que reinar en consecuencia una mayor comprensión de los presupuestos de la técnica. No es el caso en cuanto a la dirección se refiere. Ha ido surgiendo, si, un cierto esquema de la dirección, un concepto académico de cómo hay que dirigir (o tocar el violín o el piano) que no favorece a la música. Llama sin embargo la atención el que precisamente auténticos directores como un Toscanini, un Bruno Walter, correspondan tan poco a este esquema. La realidad es que estos direc-tores son capaces de imprimir a cada orquesta su sonido personal propio, mientras que con los directores escolásticos todas las orquestas suenan igual.
El arte, relativamente joven, de la dirección, no se ha consolidado lo suficiente como para poder ser encuadrado teóricamente. Poniendo aparte disquisiciones sobre cuestiones de interpretación (Wagner, Weingartner), lo que se ha escrito hasta ahora sobre el mismo es sumamente primitivo. Pero está claro que dichas cuestiones de interpretación no se pueden separar del problema de la dirección en sí, y por esto, para hacernos una idea clara sobre el desarrollo, en los últimos tiempos, de la dirección y del arte de reproducir la música en general, tenemos que empezar algo antes. Desde la aparición de una música occidental como arte, y, en particular, desde que en el siglo XVII se separó del culto, cada época fue formada, plasmada, conducida, por los genios que producía. Al principio se expresaba de tal forma que lo productivo y lo reproductivo eran prácticamente inseparables. Bach y Händel eran célebres como organistas; para Beethoven, y hasta para Mendelssohn y Liszt, la libre fantasía era uno de los medios de expresión esenciales. El espíritu creador fijaba, conscientemente o no, el estilo reproductivo del tiempo. El oratorio de Händel, el cuarteto de Haydn, la ópera de Mozart, la sinfonía de Beethoven, son otros tantos mundos que marcaron la dirección e imprimieron su forma a la manera de sentir y de reproducir la música (“Musizieren”*) de una o incluso varias generaciones. La música de piano de Chopin, la de cámara de Brahms, el canto de Verdi, la orquesta de Wagner, más tarde la de Strauss (por mencionar solo unas cuantas) formaron el estilo de su época, y al ejército de reproductores, pianistas, instrumentistas, cantantes y directores, les bastaba con seguir a los creadores, ayudarlos a realizar sus intenciones, dejarse conducir por ellos.
Por mucho que se valoren las tentativas de la producción actual de lograr expresarse a sí misma, por muy necesarias que tales tentativas sean (a menudo ingratas en comparación con épocas anteriores) no se puede negar el hecho de que con su estilo de hacer música (“Musizieren”*) ya no forman ni plasman el estilo de hoy. El pasado cobra una importancia creciente en sus manifestaciones más significativas. La aparición de un estilo “histórico” puede considerarse tanto una debilidad de lo orgánico-productivo como una fuerza y ampliación del horizonte y del punto de vista. Pero la consecuencia es que la masa de los reproductivos ya no se ve, como antaño, dirigida y orientada por los productivos. Y esto ocurre, precisamente, en un momento en el que la tarea de los reproductores se ve dificultada por el mayor significado del pasado. Ello explica enteramente la importancia creciente que se le atribuye a la reproductividad y, particularmente, al director. Pesa sobre sus espaldas un fardo de responsabilidad que no tiene parangón en tiempos pretéritos, pues al no venir ya determinado el estilo de la época por el gran creador, tiene que formar el estilo de las distintas obras por sí mismo, es decir deduciéndolo de las obras mismas. El reproductor ya no es llevado por la época, sino que él es, en gran parte, quien contribuye a configurarla. De allí surge toda una sarta de problemas nuevos. Esta situación explica: primero, la importancia del director, segundo, porque hay tan pocos actualmente. Si, ambas realidades están necesariamente relacionadas. Se explican, también, las aberraciones: la desmesurada vanidad, las frenéticas tentativas de actuaciones charlatanas.
El culto de la orquesta al estilo americano; el culto, en general, del instrumento en su esencia material, corresponde a la atitud materialista actual. En cuanto el “instrumento” deja de estar al servicio de la música, la música se pone al servicio del “instrumento”. También aquí se impone la alternativa de ser yunque o martillo. Con ello, la relación entera resulta invertida, y vemos surgir el ideal del hacer música (“Musizieren”*) de una manera técnica y “seca”, que se nos propone desde América como “ejemplar”. Ello se manifiesta, en la ejecución orquestal, en una belleza de sonido cuidada, uniforme, que nunca rebasa ciertos límites, y que representa una especie de ideal objetivo de la belleza sonora del instrumento en sí. Pero la intencion del compositor ¿estaba encaminada a “sonar” tan bien ? Por lo contrario, se manifiesta, por ejemplo, que tanto la fuerza rítmico-motriz de Beethoven como su castidad sonora se ven fundamentalmente falseadas por semejantes orquestas y semejantes directores.
*) “Musizieren” es un verbo alemán que nos haría muchísima falta en otros idiomas. No significa simplemente “hacer musica” (lo cual, dentro de nuestro contexto, seria una tautología) sino hacerla dándole y/o improvisando sus significados en el momento mismo de la ejecución. (N.d.t.).
(Extraído de “Wilhelm Furtwaengler – VERMAECHTNIS – Nachgelassene Schriften – F.A.Brockhaus . Wiesbaden – 1975. Traducción de Jacques Bodmer, con la autorización de Brockhaus).